La promesa de una ciudad fluida, donde el asfalto se convierte en la arteria vital de la productividad, ha sido una constante en la planificación urbana del último medio siglo. Sin embargo, en pleno 2025, el persistente rugido del tráfico matutino y vespertino en metrópolis como Santiago, Valparaíso o Concepción, nos obliga a confrontar una realidad incuestionable: nuestras autopistas urbanas, lejos de ser la panacea a la congestión, a menudo actúan como catalizadores de un problema aún mayor.
Desde metrópolis asiáticas como Seúl hasta urbes europeas como Múnich o anglosajonas como Los Ángeles, el patrón se repite: la ampliación de la capacidad vial, lejos de aliviar la congestión a largo plazo, induce una demanda adicional, conocida como el efecto de demanda inducida o la paradoja de Downs-Thomson. Datos de la Administración Federal de Carreteras de EE. UU. (FHWA) sugieren que por cada 1% de aumento en la capacidad vial, el VMT (Vehicle Miles Traveled) puede incrementarse entre un 0.3% y un 1.5% en pocos años. Este fenómeno desmonta el argumento simplista de que más asfalto equivale a menos tacos. En Chile, la inversión en concesiones de autopistas urbanas ha sido significativa desde finales de los 90 y principios del 2000, con una red que ha crecido exponencialmente en ciudades como Santiago. Pese a ello, informes del Ministerio de Transportes y Telecomunicaciones (MTT) de 2024 indican que la velocidad promedio en horarios punta en la Región Metropolitana apenas supera los 20 km/h en muchas arterias principales, una cifra que apenas difiere de la registrada una década atrás. Esta estasis en la fluidez evidencia una correlación inversa entre la expansión de la infraestructura y la optimización del flujo real.
Más allá de la mera fluidez, la seguridad vial emerge como otra arista crítica. A nivel global, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), los accidentes de tránsito continúan siendo una de las principales causas de muerte y discapacidad, con cifras que superan el millón de fallecidos anualmente. En Chile, si bien ha habido avances en normativas, la Comisión Nacional de Seguridad de Tránsito (CONASET) reportó en 2023 más de 1.700 fallecidos y cerca de 50.000 lesionados en accidentes de tránsito, con un porcentaje considerable ocurriendo en zonas urbanas. La alta velocidad incentivada por estas vías, la falta de integración con el entorno urbano y la priorización del vehículo particular sobre modos de transporte más seguros y sostenibles, son factores determinantes. Las autopistas urbanas no solo segmentan el tejido urbano, creando barreras físicas y psicológicas que dificultan la cohesión comunitaria, sino que también generan externalidades negativas considerables: contaminación acústica, emisiones de gases de efecto invernadero y un uso intensivo del suelo que podría destinarse a viviendas o áreas verdes. Es imperativo trascender el paradigma obsoleto que concibe la solución a la congestión únicamente a través de la expansión de infraestructura vial. El enfoque debe migrar hacia una planificación integrada que priorice el transporte público de alta calidad, la movilidad activa (peatones y ciclistas), la gestión inteligente de la demanda y un desarrollo urbano policéntrico que reduzca la necesidad de desplazamientos. Solo así podremos desprendernos del espejismo del asfalto y construir ciudades verdaderamente habitables y resilientes, donde la fluidez no se mida solo en kilómetros por hora, sino en calidad de vida para sus habitantes.
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