Si miramos la bola de cristal que nos proponen algunos gurús urbanos, nuestras ciudades del futuro serán un ballet de algoritmos, sensores y modelos predictivos. La promesa es tentadora: una urbe que respira, piensa y se optimiza sola gracias a la ‘planificación urbana data-driven’. Desde la gestión del tráfico hasta la asignación de recursos, todo supuestamente será más eficiente, más justo y, sobre todo, más rentable. En la región del Mercosur, el entusiasmo por subirse a esta ola tecnológica es palpable, con ciudades de distinto tamaño coqueteando con la idea de volverse ‘inteligentes’. Pero, desde una mirada más aterrizada y emprendedora, surge la pregunta inevitable: ¿es este el camino certero o estamos invirtiendo en un espejismo digital con proyecciones a largo plazo aún difusas?
Como empresarios que conocen las complejidades de construir y mantener infraestructura real, sabemos que no todo lo que brilla en una presentación de PowerPoint es oro puro. Por un lado, nos venden la imagen de ciudades donde los paneles de control brillan con indicadores perfectos, donde los problemas se anticipan y las soluciones se ejecutan con precisión quirúrgica gracias a la data. Esto es lo que la visión data-driven promete: una gestión urbana proactiva, capaz de modelar el crecimiento, optimizar el uso del suelo y hasta predecir patrones de gentrificación o necesidades de vivienda. La eficiencia y la ‘inteligencia’ se presentan como el santo grial para cualquier intendencia que busque modernizarse y atraer inversiones.
Pero, ¿qué hay del otro lado de la moneda? La planificación tradicional, con todos sus defectos y su ritmo lento, al menos se basaba en la experiencia de campo, la consulta ciudadana y una comprensión más orgánica —aunque a menudo imperfecta— de la vida urbana. Ahora, se nos invita a ceder el timón a sistemas que, si bien son poderosos, dependen críticamente de la calidad, la neutralidad y la interpretación de los datos. ¿Estamos seguros de que los algoritmos no arrastran sesgos históricos? ¿Quién valida la pertinencia de la data que alimenta estas decisiones vitales para nuestras ciudades? Y, lo que es crucial desde el punto de vista del negocio: la inversión inicial en infraestructuras de recolección de datos, software especializado y el talento humano para gestionarlo, es colosal. ¿Realmente el retorno de esa inversión a largo plazo es tan claro y jugoso como lo pintan? O, por el contrario, ¿estamos creando una dependencia tecnológica con proveedores externos que podría estrangular los presupuestos municipales en el futuro? La apuesta es grande; se trata de discernir si la ‘inteligencia’ de nuestras ciudades futuras será un motor de progreso genuino y rentable, o si simplemente nos veremos atrapados en una costosa carrera armamentista digital, donde los mayores beneficiados no son los ciudadanos ni los emprendedores locales, sino los gigantes tecnológicos que venden la panacea.