El clamor por una infraestructura que verdaderamente sirva a todos resuena con fuerza en los debates que definen el rumbo del país. En el 2025, la visión de las obras públicas trasciende la mera funcionalidad; se erige como una potente herramienta de justicia social, capaz de reconfigurar el tejido productivo y vital de cada rincón de nuestra vasta región. Desde Arquitecturar, proponemos una radiografía incisiva sobre este nexo vital, no solo como una aspiración, sino como un imperativo estratégico de largo aliento. La cuestión central ya no es solo si se construye, sino para quién y con qué impacto transformador a futuro. Este enfoque desafía las métricas tradicionales, empujando a considerar el retorno social como una variable tan crucial como el económico en la planificación y ejecución de proyectos.
Abordar las obras públicas desde la óptica de la justicia social implica una relectura profunda de las prioridades. Se trata de direccionar la energía de la construcción hacia aquellas comunidades históricamente relegadas, donde la falta de acceso a servicios básicos como agua potable, saneamiento, conectividad vial o infraestructura educativa y sanitaria de calidad ha perpetuado ciclos de desigualdad. El desafío es mayúsculo: diseñar y ejecutar proyectos que no solo cierren brechas, sino que también estimulen el desarrollo local, generen empleo genuino y fortalezcan el capital humano en áreas que hoy padecen la exclusión. Esto exige una planificación estratégica concertada, que mire más allá del ciclo político y se proyecte por décadas, garantizando la continuidad y el impacto acumulativo de las inversiones.
La implementación de una política de obra pública con perspectiva de equidad demanda mecanismos transparentes de asignación de recursos y una evaluación rigurosa del impacto social ex-ante y ex-post. No basta con edificar; es fundamental asegurar que cada nuevo kilómetro de ruta, cada escuela o centro de salud, cada red de servicios, sea accesible y beneficiosa para los ciudadanos que más lo necesitan. La participación ciudadana, la rendición de cuentas y la fiscalización se vuelven pilares innegociables para blindar estos proyectos contra la ineficiencia y la corrupción, maximizando su potencial democratizador. Estamos ante la oportunidad de redefinir el rol de la construcción como motor de cohesión, forjando un país donde el acceso a una infraestructura digna sea un derecho garantizado y no un privilegio, edificando así las bases de un futuro más equitativo y próspero para todos.