
Moviéndonos al centro del país, la cosa cambia. La amplitud térmica se dispara; noches frías y días tórridos no son una excepción, sino la regla en muchas temporadas. Los vientos, a menudo secos y persistentes, exigen soluciones que contengan la ganancia o pérdida de calor de manera radicalmente diferente a las del litoral. Aquí, el desafío no es solo el confort, sino la durabilidad de los materiales frente a ciclos de expansión y contracción más agresivos.
Y cuando nos adentramos en el interior profundo, encontramos combinaciones de factores que obligan a un pensamiento aún más contextualizado. Desde áreas con inviernos rigurosos y heladas frecuentes hasta zonas con sequías prolongadas o lluvias torrenciales concentradas. La arquitectura, en estos contextos, se convierte en una danza delicada entre la protección y la adaptación.
Lo preocupante es que, a menudo, los catálogos de soluciones o las normativas generales tienden a nivelar por lo bajo, proponiendo respuestas genéricas que en el mejor de los casos son subóptimas y en el peor, auténticos desastres energéticos y funcionales. Como profesionales, no podemos seguir conformándonos con el “más o menos”. La investigación in situ, el análisis pormenorizado de las brisas locales, la radiación solar específica de una ladera o la humedad relativa de un valle particular, deberían ser el punto de partida ineludible. Es hora de que dejemos de diseñar con los ojos puestos en una media abstracta y empecemos a construir con la conciencia plena de la singularidad climática de cada metro cuadrado de nuestro Uruguay. La pregunta es: ¿Estamos realmente preparados para este nivel de especificidad? Porque si no lo estamos, los próximos años nos pasarán factura.