
Recordemos aquellos tiempos no tan lejanos, cuando las bicicletas se debatían entre el cordón de la vereda y el rugido de los motores, en un constante tira y afloja por un pedazo de asfalto. Las ciudades, diseñadas predominantemente para el automóvil, relegaban al ciclista a una figura casi marginal, un ‘riesgo’ más en la ecuación del tránsito. Pero la perspectiva ha cambiado. La consciencia sobre la vulnerabilidad de los ciclistas y peatones ha impulsado un giro en la planificación urbana. Se pasó de parches improvisados a la visión de sistemas conectados, donde la infraestructura ciclista no es un añadido, sino una capa esencial que busca tejer la ciudad de manera más segura e inclusiva. Es la materialización de un derecho a transitar con tranquilidad, un compromiso colectivo que, si bien aún enfrenta desafíos, ya muestra sus frutos en la reducción de siniestros y en una mejora tangible de la calidad de vida urbana.
Mirando hacia adelante desde nuestro punto en 2025, es evidente que el desafío no termina con la inauguración de un tramo. La verdadera ‘obra’ reside en la interconectividad, en la calidad del diseño que prevea intersecciones seguras y puntos críticos, y en un mantenimiento constante que garantice su utilidad a largo plazo. Es una inversión en la salud pública, en la descongestión y, sobre todo, en la seguridad de las generaciones venideras. Esta red de ciclovías, vista con perspectiva histórica, no es otra cosa que la arquitectura de un futuro donde las ciudades argentinas abrazan, kilómetro a kilómetro, una movilidad más humana y, por ende, infinitamente más segura para todos.