
Desde Santiago hasta Concepción, pasando por la vibrante escena de Valparaíso, la narrativa parece la misma: sofás de líneas rectas en tonos neutros, plantas de interior que ya son un cliché, y esa obsesión por el ‘clean look’ que, irónicamente, esconde una profunda falta de identidad. Atrás quedaron, o al menos relegados, los muebles heredados con historias, los textiles artesanales de telar mapuche o las piezas de diseño local que conversaban con nuestra geografía. La ‘estética globalizada’ se ha instalado, dictando desde el color de la pared hasta la vajilla, bajo la implacable batuta de los algoritmos y los influencers que, para ser francos, no siempre tienen una conexión profunda con nuestra realidad o nuestra herencia. ¿Estamos, como sociedad, optando por el camino fácil de la copia, renunciando a lo que nos hace únicos?
Hemos pasado de querer un hogar que nos represente a uno que nos ‘presente’ bien en una pantalla. El espacio deja de ser un refugio genuino para transformarse en un escenario, a menudo impostado, que carece de alma. La trampa es sutil: bajo la promesa de la modernidad y el buen gusto, se esconde una estandarización que nos despoja de nuestra historia material y de la oportunidad de crear ambientes que realmente resuenen con quienes somos. Es urgente que el sector, desde los arquitectos y diseñadores hasta los consumidores, reflexione. ¿Realmente queremos que nuestros hogares sean indistinguibles, meros escaparates de tendencias efímeras, o aspiramos a espacios con carácter, historia y un sentido de pertenencia auténticamente chileno? La respuesta determinará si estamos construyendo un futuro con identidad o sumergiéndonos en un mar de copias.